La segunda vez fue menos dramática, aunque tan dolorosa como la primera. Continuamos con la temática clavicular y la Toscana, como no. En esta ocasión el clima no era cálido sino frío; no era una planicie sino una montaña; no era Colombia sino Canadá. Soldados los dos pedazos de clavícula y olvidado ese primer episodio en mi vida — mentiras, nunca se me olvidará; además, solo había pasado un año — terminé por cosas de estudio en Canadá. A la primera oportunidad que se me presentó, fui a conocer la nieve, nunca la había visto en mi vida. Lo hice en un cerro que se llamaba Grouse Mountain.
La segunda vez que vi la nieve fue en el mismo monte acompañado de unos amigos, aunque en está ocasión se tratara de Snowboarding, nunca lo había hecho. Las pistas estaban divididas por colores, siendo verde el más fácil, azul el medio y el negro el difícil. Probé con el trazado verde; no me pude parar — la nieve estaba lisísima —. Intenté con el azul. Ahí si logré pararme; al parecer la gravedad y pendiente lograban lo que mi motricidad no. Vale la pena aclarar que solo era capaz de voltear para el lado izquierdo. Cuando se acababa la montaña y me veía obligado a girar a la derecha, me caía y, entre rebotes, quejidos y risas lograba llegar hasta al otro lado para girar a la izquierda y comenzar de nuevo. Pasadas las horas, necesitado de adrenalina, decidí que ya estaba preparado para la linea negra; obvio, ya era la segunda vez que conocía la nieve, tenía cinco horas de experiencia con el Snowboarding, aunque no podía girar a la derecha, podía hacerlo hacia la izquierda, algo es algo, ¿Qué podría salir mal? ¡Nada! Después de pasar mucho tiempo a la orilla del abismo tratando de vencer el miedo, me he tirado por un precipicio de nombre Purgatory que gracias a dios no exigía voltear a la derecha. El descenso, hecho mal que bien sin ninguna técnica especial aparte de tensar todos los músculos, fue realizado acompañados de gritos a todo pulmón de “me voy a matar” desde el primer metro hasta el último. Terminada la línea negra se seguía por una azul hasta terminar en una fácil, verde, que llevaba derecho al lift. Justo para, vaya uno a saber porque, subir al inicio de la negra para tentar de nuevo al destino — cosas de adrenalina y estupidez —. A pesar de la infinita torpeza que siempre ha acompañado a mis movimientos durante toda mi existencia, quien esto escribe no se cayó ni una sola vez en la negra… lo hizo en la verde, a 20 metros del lift, de la forma más boba posible. Allí, mientras rebotaba contra el duro hielo, en un instante, sin dudarlo, me dije: “¡Mierda! ¡Me la volví a quebrar!” La del lift llamó a los paramédicos. Llegó una linda rubia con algún man en una fourtrax con oruga y ante mi afirmación, “Vea, es que me quebré la clavícula” la respuesta de ella, firme e informada fue: “No. Hasta que los rayos X no lo confirmen, usted no está quebrado” Fue mi primera experiencia con el autoritarismo petulante de los doctores nórdicos — no se los recomiendo a nadie —. Así, con la clavícula oficialmente en buen estado me montaron amarrado a una camilla en la moto oruga y montaña arriba a toda velocidad fuimos. “Ve, por qué no le das mas despacio a la moto, no hay afán, una clavícula quebrada no es tan importante y esta rebotadera hace que duela mucho”. La mirada de desprecio recibida fue acompañada de un terminal, “Usted no esta colaborando con nosotros. Cállese. Usted no sabe si está fracturado. Si no lo hace, nos veremos obligados a drogarlo por su falta de colaboración”. Aturdido, callé y dejé que hicieran lo que les viniera en gana. Llegados al teleférico que bajaba a la ciudad, en el chalet apareció un actor de hollywood medianamente famoso, ya no me acuerdo cuál, o era Forest Whitaker o era Cuba Gooding Junior. Fuera quien fuera el personaje, la antipática paramédica se fue a pedirle un autógrafo mientras yo, no oficialmente quebrado, esperaba en una banquita. Unos 45 minutos después volvió muy contenta. Me hizo caminar 10 metros, me montó en la cabina, y olímpica dijo: “hasta aquí llegan nuestros servicios, váyase a un hospital”. Me acompañaba Petr, un checo, los dos nos miramos con asombro. Abajo un taxi nos llevó al Lions Gate hospital, donde una aún más antipática enfermera me dijo que esperara mi turno. Este se demoró ¡tres horas!, durante las cuales fuimos acompañados de gemidos de agonía de mayoritariamente japoneses con piernas mirando en direcciones muy poco naturales. Ante el llamado de mi nombre me dirigí con la intención de explicar que me había quebrado. “Su tarjeta de credito” Fue el saludo. ¿Qué?. “Sin tarjeta de crédito no lo atendemos”. Afortunado yo que la llevaba, sino, quien sabe que habría sido de mí. Rayos X confirman lo que yo ya sabía desde hacia muchas horas y una gasa a modo de cabrestrillo mas unas pastillas para el dolor fueron la despedida del mundo médico canadiense — No se quiebren allá, son unos hijos de puta —.
A las 3am llegue por fin a mi casa y me acosté. Al siguiente día oí los ruidos de los habitantes. Intenté gritar para comunicarles que arriba había un quebrado que necesitaba ayuda. Los sonidos desaparecieron. Así mi primer día como fracturado pasaron sin desayuno ni almuerzo. A la hora de la comida volví a sentir ruidos. Decidí llamar por teléfono a mi mamá en Colombia para que volviera a llamar para ver si así, en el piso de abajo contestaban. No está demás comentar que la nueva información no le hizo mucha gracia al piso de abajo. Los días pasaron así. Al oír ruidos por la mañana yo como pudiera, vencía el dolor para poder levantarme y por lo menos lograr el desayuno, hasta que un día descubrí por accidente la solución. Petr, el checo, me hizo un día la visita y me regaló unas cervezas. Un miércoles por la noche, me tomé un relajante muscular — bastante fuerte — pasado con cerveza y me desperté el viernes por la mañana. ¡El jueves había desaparecido! Decidí seguir con ese método y dopado a mas no poder pasé los primeros diez días. El resto es historia. Ya sabía cómo comportarme con un hombro adolorido.
Volvemos a la toscana. El hombro duele lo mismo que dolía en Canadá a los veinte días; podía conducir sin problemas si el brazo izquierdo tan solo se recostaba en el manubrio. Todo salió divinamente. La ruta consistía viajar desde Siena a San Gimignano por vías secundarias a través de la región de Chianti.
San Gimignano es un pueblo muy especial. En el siglo 14 los notables de la ciudad comenzaron a construir torres en sus casas sin ninguna funcionalidad aparente. La única motivación para hacer esto consistía en vencer al vecino. Así, de a pocos, el pueblo, bastante próspero, pero bien pequeño, se llenó de torres de todo tipo de estilos arquitectónicos, muchas veces acrecentadas con estilos diferentes al originalmente construido, generando al final, un horizonte de lo más pintoresco. En el siglo 14 habían 74 torres. En este momento se pueden apreciar unas 14. El pueblo, al igual que Siena, perdió la mitad de la población por cuenta de la peste. También quedó bajo el control de Florencia, quien también le impidió crecer. En la Piazza della Cisterna se encuentra una gelateria que clama tener los mejores helados del mundo — aparecen en sus paredes recortes de periódicos para confirmalo —, a 50 metros de ella, hay otra gelateria clamando la primacía mundial con sus respectivas pruebas. No sé si serán los mejores del mundo pero, en efecto, si son buenos.
Terminado San Gimignano, partimos para Volterra. Este pueblo resultó bastante bajito de ambiente. Vaya uno a saber si es por cuenta de la pandemia o simplemente es un pueblo aburridongo. En fin, es bonito y tiene una iglesia octogonal, el Battistero di San Giovanni Bautista, originalmente romana y para todos los dioses, actualmente católica romana y con el dios único y verdadero — hasta que aparezca uno mejorcito o por lo menos, mas popular —. Es, a mi parecer, un buen sitio para refrescarse; pues afuera hace bastante calor! En un extremo del pueblo, hay una fortaleza construída por los Medici que… es igual a todas las fortalezas. Lo bueno de esta es que para llegar hay que caminar por unos parques donde se puede sentarse a descansar, ver pasar gente o tomarse una cerveza o vino en alguna terraza.
Volterra queda en la cima de una colina — al igual que San Gimignano — y las panorámicas de la Toscana con sus viñedos y olivares están a la orden del día.
Ambos pueblos valen la visita, aunque como recomendación, yo lo haría en sentido inverso.