La última y única vez que mis pies se posaron sobre esta ciudad dálmata fue cuando, justo después de un pub crawl del que me acuerdo poco, tomé desde Hvar un ferri que terminaba su recorrido en Split, para seguir, una hora después, en un bus lechero hasta Zadar. Durante esa hora entre ferri y bus bien podría haber visitado el centro de la ciudad, pues queda a tan solo diez minutos del puerto (a pie). Centro antiguo que tiene como gracia que la mitad es en realidad restos del palacio de Dioclesiano, el último emperador romano que trabajó por el bien del imperio y el único que renunció. Renunció para terminar sus días en Split jardineando entre sus murallas. En fin, eran tan solo diez minutos los que me separaban de este monumento de la antigüedad, pero entre mi persona y el centro de la ciudad había un muro infranqueable; una muralla hecha de una mezcla de alcohol y sangre que hacían que mi cuerpo produciera arcadas cada diez minutos, temblara todo el tiempo y que mi mente jurara y rejurara que vodka u otro alcohol, jamás en la vida volvería a tomar. Es así que la hora que pude haber utilizado para por lo menos echar una ojeada rápida del palacio se pasó en una tienda, con una botellita de agua, que a sorbos muy pequeños, duró el día entero – por que sino me vomitaba en medio de todo el mundo – hasta que seis horas después, en Zadar, pude comprarme otra botellita y de ella si tomar un trago hecho y derecho.
Split
Ahora bien, volviendo a la ciudad que nos compete, podría hacerles una descripción del palacio pero por estadísticas de la página, ya sabemos que eso poco interesa. Si acaso hay alguien entusiasmado por el tema, en google o wikipedia lo puede buscar; tienen datos interesantes. Puedo, eso si, anotar que la ciudad es una típica ciudad dálmata, con callejuelas estrechas con piso de mármol lisísimo de tanto haber sido pisado, con lindos edificios grises con detalles venecianos, terrazas acogedoras con panorámicas de envidia, calor insoportable, tiendas de souvenirs a dos manos, mala comida, turistas por miles, barco crucero gigantesco parqueado allí, no más, lindas mujeres en vestiditos vaporosos o en shorcitos cacheteros, mar cristalino, puerto de postal recargado de barquitos por un lado y yates gigantescos por el otro y por último, con una riva* llena de restaurantes que miran el mar como si fuera la rue de Montparnasse, donde los comensales solo se piden un café y con éste como disculpa, se sientan a ver la gente pasar o desfilar, según el sentido propio de lindura que tenga el peatón. En fin, entre todo esto hay unas ruinas romanas muy conservadas que un emperador llamado Dioclesiano se construyó para si mismo.
*Riva, el equivalente croata de una costanera o malecom