La tercera vez que me quebré la clavícula, la novedad consistió en fracturarse la que aún estaba intacta, la izquierda. En esta ocasión el suceso incluyó moto, un tercero en carro y muchos huesos quebrados más. La moto en cuestión era la que yo iba manejando, el tercero en un carro, fue quien me atropelló (más correcto sería, quien cerró la vía para que yo le chocara), cosa que no sucedió a baja velocidad. Mientras volaba por el cielo por mi mente no pasó mi vida condensada en uno o dos segundos; lo único que por mi mente pasaba era una simple frase: “Ve, este tipo me mató” No le incluyo signos de exclamación porque el pensamiento no venía en tono de alarma, era mas bien un estoico, hasta aquí llegué. Llegado al cenit de la parábola, de ahí en adelante, la gravedad y el duro y abrasivo asfalto hicieron el resto. Habré rebotado unos treinta metros, cuál piedra haciendo saltitos en el agua, hasta que el momentum no dio más. Aunque me acuerdo a la perfección de cada uno de esos botes, no puedo referirles a ningún pensamiento en específico, porque en realidad no los hubo. Eso sí, una vez fue definido el sitio donde el cuerpo debía quedarse por la próxima hora y piquito, empecé a chapalear como un pescado. La razón, para quienes no han experimentado accidentes en moto, es que lo primero que pasa cuando uno se estrella contra el planeta es que el aire que hay en los pulmones sale despavorido y cuesta bastante volverlo a meter. Esto dura un minuto eterno, que más se parece a la sensación de morir que a la realización de aún encontrase con vida. Ya con oxigeno en mente, siempre llega la pregunta ¿Qué demonios pasó? Mira uno para un lado y ve un carro metido en una cuneta con las latas todas dobladas. Mira para el otro y ve la moto tirada en el suelo, chorreando líquidos verdes, completamente torcida y con el motor partido en dos. Una memoria reciente llega a la cabeza y en un segundo todo lo aclara. ¡Ah! ¡Yo iba en esa moto y ese debió haber sido el carro que se atravesó! Paso seguido llega el dolor. Todo duele. Aquí comienza la revisión corporal para ver si me he quedado paralítico; es el miedo numero uno en cualquier accidente. Muevo los pies, los siento y los veo mover. Tranquilizado empiezo a hacer un cálculo de daños según la parte del cuerpo que duele, empezando por la que más. Veo mi brazo completamente torcido, no hay dudas que se encuentra bien quebrado, para confirmar el diagnostico, se exhibe blancuzco un hueso largo que sale unos diez centímetros por fuera de la muñeca. Mi mano derecha emana sangre en cantidades, un colgajo de carne y unos huesos expuestos a través de los rotos de los guantes demuestran que el dedo meñique ha dejado de serlo. La mano no la puedo cerrar; quién sabe que más se ha quebrado por dentro. Siento en mi hombro un dolor conocidísimo, la clavícula, no necesito verla para saber que ha pasado con ella. Por último, al tratar de cerciorarme de nuevo que no he quedado paralítico, veo mi rodilla con un corte tan grande que ha remangado la piel y puedo ver mi rodilla tal cual es. Esos que dicen que la belleza está en el interior, les informo que están muy equivocados, cuando uno se ve a uno mismo cómo es por dentro, hasta mareos le dan.
El cuerpo, inteligente como el que más, se acomodó como bien pudo a la posición más óptima para no sufrir dolor y así, hecho un ovillo quieto me he quedado. En fin, quien de ahora en adelante llamaré mi victimario, se me acerco y preguntó: — ¿Llamo a la policía o a una ambulancia? —. Ante mi respuesta desapareció de la escena y a ambas autoridades asumo contactó. Todo lo anteriormente narrado ha tomado 4 – 5 minutos de mi vida. Esto lo digo porque muy rápidamente (5 minutos) me encontraba rodeado de gente, con un trapo haciéndome sombra sobre la cabeza y un vasito de agua que quién sabe de dónde salió. Como el mundo es muy extraño, la primera persona en llegar era un doctor que pasaba por el camino, seguido inmediatamente de un tío, Mauricio, y de Ana, una amiga médica. Rodeado de dos doctores y una figura familiar reconfortante, más el nunca faltante grupo de morbosos, tuve que esperar unos 45 minutos para que la ambulancia llegara y una hora más para que me montaran en ella pues como no me encontraba en peligro mortal, si que se tomaron su tiempo.
Las secuelas del accidente incluyeron platinas de acero 1020 inox en vez del lindo titanio, pues las operaciones las pagó el seguro obligatorio y asumo tienen como directriz ahorrar lo mas posible en materiales. Siguiendo con los metales, también quedé portando muchos tornillos — 17 — y, cuando me pasan las máquinas detectoras en los aeropuertos, pito. Hubo mucha piel que debió generarse de nuevo. No me pude arrodillar por los siguientes dos años. Tuve 4 meses de fisioterapia para recobrar parcialmente los movimientos da las manos. Pero la clavícula, esa si no fue ningún problema, ya tenía experiencia con ella, por lo que saber como moverme con un hombro hipersensible, que a cada contracción duele como un diablo, no fue un problema.
Lo que si fue triste fue que mi viaje por suramérica quedó cancelado (por esos días era un sueño que ya estaba tomando forma), pues la moto pensada para hacerlo murió y el piloto que lo pensaba hacer debía rearmarse.
Rearmado, pero de la cuarta fractura, volvemos a la Toscana y en esta ocasión viajamos en el cinquecento lleno de hundidos hacia la región del Chianti. La primera parada fue el Castello di Brolio, justo el lugar donde se inventaron la fórmula del Chianti clásico. Este castillo pertenece aún a la familia Ricasoli, riquísimos y nobles desde hace 8 siglos. El Ricasoli que inventó la fórmula definitiva del Chianti, Bettino, también fue el segundo presidente de Italia después de Cavour además de ser ministro de todo lo que sea ministeriable, hasta que se cansó y se puso a hacer vinos en su castillo familiar. El Castello di Brolio está rodeado de viñedos y su vista llega hasta la Siena misma. De hecho, muchas invasiones a Siena salieron de este castillo mismo, pues la familia se metió en cuanto complot pudo. La familia aún vive en el castillo, ¡pobrecitos!, pero, como para que no digan que no se untan de pueblo, pues dejan a la gente pasear por sus jardines, previo pago. También, por una suma mayor, se puede ingresar a un salón en el interior realzando la figura del mas reciente e importante miembro de la familia, Bettino.
Cerca a la carretera, están las bodegas y la cata de vinos, todo muy decorado de la cota de armas de la familia, cosas relativas al vino de Chianti, y sobretodo a l’Eroica, la carrera de bicicletas vintage que al parecer es más grande de lo que uno cree.
De nuevo en la carretera, el carro nos lleva hacia un pueblito llamado Gaiole in Chianti — todos los pueblos de Chianti terminan con un obvio “in Chianti” — donde lo único que recuerdo es el haber comido una lasagna costosa, mala y en realidad hecha en un micro hondas; no siempre en italia se tiene suerte con la comida. Como Gaiole no dio la talla seguimos hacia una abadía, también con una vista linda sobre la Toscana, llamada Badia Coltibuono, lugar ideal para un café, o un postrecito, o porque no, si se comió de almuerzo una lasagna tan mala como la mía, pues un lugar muy bueno para almorzar. También resultó un lugar de partida para ciclopaseos por las trochas de la región del Chianti, le strade bianche.
Por último, visitamos a Rada, un pueblo, también con bonita vista, el pueblo en si, bonito él, con buenos helados y pequeño. Dos horas después, aburridos, volvimos a Siena.
Aunque la descripción de los lugares no honran como se debería a los lugares visitados y las panorámicas vistas, adjunto fotos para que vean que en realidad es una zona que si vale la pena visitar.