Y vuelve el mismísimo motoneto de la bitácora a viajar, pero como los fieles lectores ya sabrán, el continente suramericano se acabó el año pasado y, aunque ganas de ver lo que faltó todavía quedan, esta vez el motoneto decidió cambiar de aires, por eso se montó en un aparato de aluminio y plástico que llaman avión.
Estamos en el avión (yo y testigos), la idea, muy pensada ella, es expeler todo el metano acumulado de la forma más silenciosa posible. La técnica adquirida en años de experiencia dice que primero se aguanta mucho y después, pasados varios procesos internos desconocidos en el mundo exterior, todo ese gas sale como un soplo. Tiempo ha pasado, llevo unas seis horas en el avión, los procesos internos asumo ya han pasado. Con disimulo la cabeza debe voltearse unos 90 grados; movimiento del cuello que hace que media nalga se levante y libere el espacio por donde el gas circulará. RACATACÁN! suena en el avión y tiembla la silla; las miradas de los vecinos no condenan, aconsejan: vale, si en esas estas, al menos por las apariencias lo podes aguantar mas tiempo hasta que salga soplado; si no sos capaz, por lo menos esperá a que alguien tosa, hable el piloto o algo así.
Mientras las miradas envían todos esos mensajes, el motoneto, ya sin moto, esta rojito.
Y en ese estado, cansado y de mal humor llega Madrid donde dos cervezas a las doce del día que de hecho son las cinco de la mañana logran prender al protagonista de este relato.
A la llegada a mi destino tengo el contacto con el aparato mas complicado jamás construido, el expendedor automático de tiquetes alemán.
Mientras todos nos desesperamos al ver dos ingleses pelear con la máquina y tomarse todo el tiempo del mundo, los alemanes que están en la fila, ya cansados de la espera se van. Yo por mi parte ya sabía cuál era el bus, el txl que va a Alexander Platz. Lo pregunté a alguien. Solo tengo que esperar a que los ingleses terminen.
Veinte minutos de sudor, miradas aterradoras de la fila tras ellos, la vergüenza resultante y un uso neuronal mas allá de lo acostumbrado, lo logran. Es mi turno, atrás hay una fila gigantesca esperando ver lo que yo haga. Las expectativas no están enfocadas en la velocidad sino en el procedimiento. Todos esperan que quien esta adelante (yo) pase la vergüenza y en el proceso ellos puedan ver como se hace.
La máquina es poliglota, me habla en español. Entiendo que me pide algo en mi propio idioma pero no logro comprenderlo. Del menú de opciones pueden haber hay 10.000 precisas combinaciones de viaje en la pantalla. Solo hay cuatro submenús que llevaran a los diez mil posibles tiquetes. No se encuentra ninguna con el número del bus, o Alexandre Platz, plaza principal de Berlín y destino. Encuentro un nombre alemán que no es el que quiero pero después de 15 intentos es el único que me pide algún dinero. Lo compro, no tengo idea si sirve ni para donde va, pero es un papel pagado que me ayudara a hacer cara de bobo cuando la policía que controla los tiquetes me pregunte porque diablos estoy en ese bus.
Nada pasa y fácil llego a mi destino, Mitte, al ladito de la Platz de Alexander.
Al siguiente día, mis vecinos de cama Reinaldo, Ted y su novia, todos del Brasil, me acompañan, o yo a ellos, para hacer la turisteada estándar de la ciudad. En Brandenburg Tor una alemana que habla portugués nos dice que tenemos que probar una cerveza con un jarabe (syrup) rosado o verde que los alemanes adoran, su nombre para que lo copien y puedan decir no gracias una vez estén allá es: waldmeister; es verdaderamente horrible.
Después de una larga caminada tengo mi recompensa, ésta en forma de un cartón conteniendo una salchicha bañada en salsa de tomate con algo de BBQ creo, espolvoreada con un polvo de curri y un pan al lado, es el famoso Curriwurzt. Delicia gastronómica, de la cual ya estoy obsesionado, en venta en los carritos de la calle y en todos los locales pequeños en estaciones y calles comerciales
El día anterior había logrado calmar un antojo de cinco años; comí do lo que ya es el hermano mayor del curriwurzt en la gastronomía callejera: el kebab.
Viene de Turquía pero su mejor presentación es la alemana; tiene todas las cernes menos cerdo, ahhh lo que se pierden los musulmanes, en fin. El rollo de carne que cortan es posible que sea de carnero y res, también hay uno más occidentalizado que trae pollo, si se hace con salsa picante queda aún mejor.
Por la noche me encuentro con Manuel y Cristina, viejos amigos provenientes de Munchen. Con ellos voy al siguiente día a Potsdam y al Palais de Sanssouci. Parque gigantesco con cuatro palacios del famosísimo Frederick (algún número romano) el grande, rey de los prusos, de la casa hanover y amante del color dorado.
El parque Sanssouci, traducido del francés, el parque sin preocupaciones, es tan grande que se encarga de crear las primeras ampollas del paseo. Aparte del palacio sanssouci, tiene una orangerie muy grande, orangerie que me permite resolver la duda que siempre me había carcomido los sesos y que nunca había tenido respuesta: ¿porque todas las ciudades francesas tienen una orangerie? Pues bien, esta vez la deducción dio como resultado que orangerie traducido de una forma no literal (naranjería o naranjal) nos da que es un hivernadero… ahhh para que los frutales del rey, príncipe, duque, conde o lo que sea, no se dañaran en invierno! (Por principio asumiremos que los frutales que trataban de proteger eran los mediterráneos que incluyen cómo no, las naranjas).
Faltaba una caminadita por lo que queda del muro de Berlín; está lleno de grafitis pero pocos de buena calidad.
La torre
Altes museum al lado del Dom
Pergamon mueseum
Gendarmenmarktz Platz
Bar movil cervecero
Checkpoint charlie
El famoso Trabi, hecho de cartón
Potsdamer platz
Monumento al holocausto
Brandenburg Tor
Bundestag
Costanera por el rio Spree
Ich liebe deutschland
Lo que quedó de un edificio bombardeado por los ingleses
Potsdam
Palais Sanssouci
Molino en el parque sanssouci
L’orangerie
Otro de los palacios
Palacios caídos en desgracia
La Brandenburg Tor de Potsdam
Manuel, Cristina y yo
Un edificio
El muro de Berlín.